- Por qué hacer infeliz a una mujer cuando puedes hacer
felices a muchas. – eso dijo. Y río, no con maldad, pero sí con la malicia
propia de una niña que acaba de salirse con la suya. En ese momento, aunque yo aún no lo supiera,
me estaba convirtiendo en un cretino, un cretino a cobro revertido.
Antes, mucho antes, cuando la idea de quererla aún ni se me
pasaba por la cabeza, me dediqué a escribirle gemidos de arena en la parte de
atrás de las rodillas, a tocar sonatas
de violoncello de Bach sobre su espalda, o a deletrearle sonrisas en el ruido
de su ropa.
Hoy, más a tu pesar que al mío, aún me arden los besos al
buscarte, aun me muero porque tu lengua
recorra el sonido de mis labios, por atarte a mi cadera hasta que el cansancio te
ahogue, por comerme cada suspiro que se escape de tu mirada.
Antes, mucho antes de que me convirtiera en un cretino,
pensé que, aunque sólo fuera en deseo, ya le llevábamos ventaja a la muerte,
porque nuestro deseo vivirá más que nosotros, porque si alguna vez pusieras el cordón de
terciopelo, que te aislase del mundo, yo me quedaría dentro, para tocarte solo
yo, para que cuando el silencio nos mate de frío, sean mis palabras las que se
posen sobre tus hombros para abrigarte.
Hoy, más a mi pesar que al tuyo, te has ido sin poner cordón
de terciopelo, sin llevarte mis ruegos y preguntas, y sobre todo, sin llevarte
el vacío que queda cuando faltas. Sin llevarte las noches de insomnio que te
guardaba, el deseo que me hacía ser tuyo, sin llevarte mi estúpido ego.
Hoy, más a mi pesar que al tuyo, siento que te llevaste mis
ganas de llorar y sobre todo, mis ansias de hacerte feliz.
- Por qué hacer infeliz a una mujer cuando puedes hacer
felices a muchas. – eso dijiste, y ni tu ni yo nos dimos cuenta, de que me
estabas convirtiendo en un cretino, un cretino a cobro revertido.